Carlos Alberto Patiño
Mis compañeros de escuela tenían nombres como Alfonso, Jorge, Mario,
Hugo. José y Juan había varios, incluidos los que combinaban los nombres
como José Juan o Juan José. Y Franciscos, los teníamos con los
hipocorísticos Paco y Pancho. ¡Mamá, soy Paquito!, nos recordaban los
jóvenes recitadores en cada concurso de declamación.
Las niñas se llamaban María, Guadalupe, Patricia, Lourdes, Laura, Gloria, Lucía...…
Eran los nombres cotidianos. Había poca influencia de la televisión
y, aunque la había de la literatura, no eran muchos los casos.
El nombre más extraño lo tenía un compañero que lo ocultaba tras una
“I”. Para todos se llamaba Gerardo, pero en la lista que veía el maestro
aparecía como Imhotep.
La rareza del nombre hacía que los maloras —entonces no se les decía bullies—, hicieran escarnio del compañero y que hasta intentaran pronunciar el apelativo al revés.
Pero la extrañeza también nos obligaba a investigar. Él nos decía que
su nombre era de origen egipcio. Y sí, Imhotep fue un polímata
(“persona con grandes conocimientos en diversas materias científicas o
humanísticas”, como ya nos enteró El Arca de Arena),
del siglo XXVII antes de Cristo. Fue, refiere Wikipedia, el primer
ingeniero y arquitecto de la historia. A él se le atribuye la
construcción de las primeras pirámides. (Empiezo a sospechar que mi
condiscípulo era hijo de masones.)
De los surgidos de la literatura, conocí a una Carmen que lo era por
la obra homónima de Pedro Castera. Había por allí Esmeraldas salidas de Nuestra Señora de París, de Víctor Hugo y, Ximenas emanadas de las páginas del Cid. Nunca conocí a una Dulcinea, pero sí a Eloísas. Sanchos, no; Pero Rodrigos, Sí.
Wendy, pese a ser el hipocorístico de Gwendolin (Güendolina) probablemente surgió de Peter Pan, aunque pienso que fue más por la película de Disney que por la novela original.
Algo similar pasó con Willy o Billy, que son formas cariñosas para William, pero que aquí quedaron como nombres.
Los bíblicos y del santoral también destacaban, aunque los últimos ya
menguaban, pese a que en las generaciones previas abundaban nombres
como Petronilo (tal era mi abuelo) u Homobono o su femenino Homobona o
Nabor y Nabora. El primero entra al santoral por una santa y se celebra
el 31 de mayo. El otro tiene su día el 13 de noviembre y está
considerado entre los santos laicos. La tocaya de la madre de Gordolfo
Gelatino se celebra el 12 de julio.
A diferencia de los actuales, que todo lo resuelven con internet,
algunos padres de antes no se rompían la cabeza eligiendo el nombre de
sus vástagos. Simplemente, veían el calendario o le preguntaban al cura
cuál era el santo del día y asunto resuelto. Herculano, Próculo,
Escolástica, Tecla, Revocada.…
De esa costumbre viene el famoso Anivdelarev, que, aunque no es una
fecha religiosa, sí figuraba en algunos almanaques como abreviatura de
Aniversario de la Revolución.
La otra tradición que aún se mantiene en algunas familias es
imponerle al chiquillo o chiquilla el nombre del padre o de la madre a
los primogénitos. Así tenemos generaciones y generaciones de Ignacios,
Sarbelios, Anacarsis o Migueles.
A los hijos que siguen puede tocarles repetir los apelativos de tíos, tías, abuelos maternos o el de los padrinos.
Según el sitio Verne del periódico El País, datos del
Registro Nacional de Población, indican que los 20 nombres que más se
repiten en México, desde principios del siglo XX, son: Juan, José Luis,
José, María Guadalupe, Francisco, Guadalupe, María, Juana, Antonio,
Jesús, Miguel Ángel, Pedro, Alejandro, Manuel, Margarita, María del
Carmen, Juan Carlos, Roberto, Fernando y Daniel. El mío, Carlos, anda
por el vigésimo primer lugar.
En la parte final de la primera centena de los más frecuentes están Agustín, María de la Luz y Gustavo.
El estudio de los nombre es objeto de la onomástica. El Diccionario
de la lengua española la define como “Ciencia que trata de la
catalogación y estudio de los nombres propios.”
Para la Wikipedia es “Una rama de la lexicografía que estudia los
nombres propios. Es una disciplina esencialmente lingüística, pero que
puede proporcionar datos de interés a saberes como la historia, la
zoología, la arqueología u otras”.
Muy cercana a esta palabra, claro, es un parónimo, está “onomástico”,
usado en México como sinónimo de día del cumpleaños o del santo de cada
uno.
En los años sesenta y setenta la influencia de la televisión y el
cine ya fue notoria. María Isabel dejó su huella en esas generaciones.
Como profesor, me tocó tener en mis grupos a Yesenias y Rubíes, salidas
de las obras de Yolanda Vargas Dulché para cómics, telenovelas y
películas. Pável, con seguridad, se extendió después de la lectura de La madre,
Máximo Gorki. Eréndiras, ya las había, pero el cándido personaje de
Gabriel García Márquez tuvo bastante que ver en su proliferación.
Si bien los nombres prehispánicos eran más o menos usuales, como
Xóchitl o Cuauhtémoc, a los setenteros les latió esa onda y
Xicoténcatls, Tonathiús, Citlalis y Citlallis, Quetzalis y Nayelis
aparecieron por doquier.
Nadias me tocaron un poco después, cuando alcanzaban la edad
universitaria las nacidas en 1976, año en que la Comaneci logró el
perfecto diez en los Juegos Olímpicos de Montreal.
De otra fuente, un poco después vino la abundancia de Juan Pablos.
Hacia los 80 y 90 empezó a extenderse la costumbre de buscar nombres
escritos con muchas zetas, e y griegas, haches donde cupieran y si
lograban poner una dobleú, de maravilla.
Geovani, Yovanni, Giovani, Iovani es un buen ejemplo de la búsqueda
de originalidad ortográfica. Aún no lo veo escrito con hache y be,
“Hiobani”, pero después de ver ese “Hirving” del futbolista, no me
sorprendería.
No logro distinguir cuándo la grafía es un impulso extravagante o
cuándo es una consecuencia del analfabeteismo funcional que nos agobia.
Britany y Kimberly son lo de hoy, vienen junto con Brandon, Kevin y
Brayan, nombres que todos sabemos —y hasta el Diablo ya lo aprendió—,
empiezan con “E”.
.-.-.-.-.
Contrita, El Arca de Arena reconoce que se coló un
error la semana pasada (cosas de Titivillus, lo sabemos). En la edición
impresa se pedía un anagrama “de aquello perteneciente o relativo a la
córnea. También lo es del futuro del indicativo del verbo que describe
la acción de hacer clones en tercera persona del singular. Es el acto de
poner pegamento a los carteles propagandísticos para fijarlos en las
paredes”.
En la edición online se pudo corregir esa tercera persona y cambiarla por la primera, sin la que no resulta el anagrama.
Pese a la falla, el lector Tarsicio Javier Gutiérrez. La palabra es
“encolar” , que tiene las mismas letras que “clonaré” y “corneal”.
El Arca va tras un nombre propio. Es el de 15 santos
que sí aparecen en el calendario litúrgico. El misterioso personaje al
que están dedicados el Evangelio de Lucas y Los Hechos de los apóstoles
tiene este nombre. En diminutivo, fue personaje de los Polivoces.
Significa “el que ama a Dios” o “el que es amado por Dios”. Es el
equivalente de raíz griega del latino Amadeo (Amadeus).
Publicado en La Crónica de hoy
05 05 18
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