martes, 27 de febrero de 2018

Tablillas, ratones, buzones y té



Carlos Alberto Patiño

 

Todo el mundo les dice tablets, aunque los quisquillosos diferencian éstas de las iPad. En un acto de calco semántico, sin tamiz alguno, entre sus seis  acepciones, la Real Academia incluye la palabra “tableta” en el Diccionario como “Dispositivo electrónico portátil con pantalla táctil y con múltiples prestaciones”.
Para mí, la tableta es una pastilla medicinal o de dulce, como las de menta. La tableta es como las píldoras, pero plana.
Sabemos que no hay lenguas puras. Todas toman y ceden términos.
Las doctoras en lingüística, Concepción Company e Ivonne Heinze nos han hablado de esos préstamos como una cuestión natural.
Hay casos en los que, a falta de equivalencias, sobre todo en el campo de la tecnología, no hay más remedio que transferir las palabras adaptándolas al sonido y escritura propios de nuestra lengua. Pero cuando existe el término correspondiente, no hace falta calcar. Nos dejamos colonizar por pereza, por no hacer el esfuerzo de encontrar las palabras correspondientes en español, nos quedamos con el extranjerismo. Y con esa actitud no gana nuestra lengua, perdemos riqueza.
Observe el lector el verbo “influenciar”. Es un galicismo que la RAE acabó por adoptar.
En buen español, la palabra para describir la acción de una cosa sobre otra (el influjo de la Luna sobre los mares), de una persona sobre otra (Mario hace todo como su tío) o la contribución al éxito de una empresa o negocio, es “influir”, palabra útil y adecuada. Pero los académicos se dejaron llevar por las malas influencias y terminaron por aceptar “influenciar” como sinónimo de “influir”.
En esos ires y venires de la lengua, palabras como “mouse” y “ratón” lograron convivir: “Ingeniero, ya se me tronó el mouse”, “recojan el equipo, y no olviden los ratones”. Nunca he oído el plural en inglés. Aquí decimos “mauses” cuando son varios los dispositivos.
Como “computadora” conocemos en América Latina lo que en España llaman “ordenador”. Son las peculiaridades de las idiosincrasias. Con computadora se hace referencia a su función primordial: computar, calcular. Con “ordenador” se resalta su capacidad de ordenar, de acomodar datos.
Un programa es una secuencia de órdenes, así que en el inglés “program” (“programme”, en británico) y el término en español hay equivalencia. Los franceses tomaron otro derrotero y usan “logiciel”, que viene de lógica.
 “Aplicación” sí está en el DLE con el sentido de programa. Lo que todavía no está es la abreviatura “app” y menos con esa doble “p”. De todos modos, las app están en celulares, tabletas... por todas partes.
Volvamos a la tableta. Yo hubiera preferido utilizar “tablilla” para traducir el nombre del dispositivo. Ya sé que la primera asociación del vocablo nos remite al chocolate, pero tengo argumentos históricos para apuntalar mi propuesta.
Los primeros documentos, los primeros escritos, lo fueron en tablillas de barro o de arcilla. Asirios, babilonios, caldeos, hititas las usaban como registros contables y jurídicos. Es un soporte que data de milenios.
Con un estilete se grababan los caracteres en la superficie blanda de la tablilla, la que después se metía al horno para endurecerla.
Tablillas de cera se utilizaron como soporte de escritos en la antigüedad clásica y se siguieron usando en la Edad Media y el siglo XIX. ¿No hay más relación entre estos objetos —que algo tienen que ver con la comunicación— y  el moderno aparato? Creo que más que la denominación que la SEP emplea para los equipos que reparte.
Con “email” ocurrió un fenómeno de polisemia. La palabra sirve para designar lo mismo al servicio que al mensaje y la dirección.
“Te mando un mail”, “dame tu mail”, “me llegó a mi mail”.
Tendríamos que usar términos diferentes para cada cosa, pero a estas alturas, ya será difícil lograr un cambio.
“Te mando un mensaje por correo electrónico a tu dirección electrónica” es una larga oración.
En algún momento propuse el neologismo “ciberbuzón” para la dirección, pero no pegó. Lástima.
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Por cierto, entre los muchos mensajes que me llegan a mi ciberbuzón, encontré una curiosidad lingüística. Se trata de la explicación de porqué en algunas partes del mundo el té se llama chai.
Ocurre que el chino tiene muchos dialectos. La denominación para la infusión varía en las regiones del territorio y eso provocó que, según el camino que seguía el producto al exterior, adquiriera un nombre. En los países asiáticos, aquellos por los que pasaba la Ruta de la seda, la principal vía comercial de la antigüedad, se denominó a la planta “chai”.
En cambio, para el chino de las costas la palabra era “té” (“tea” en inglés). A los países europeos y a sus colonias, el nombre de la mercadería llegó con la forma de pronunciación de las zonas marítimas. Las naos y galeones llevaban té; los camellos cargaban chai.
Así que si en los lugares de moda le ofrecen “té chai frío o caliente” lo están invitando a beber una redundancia.
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El Arca de Arena buscaba el nombre de un aparato para reproducir música. No el tocadiscos ni la grabadora, que se usaron en buena parte del siglo pasado. A diferencia de su antecesor, con el que comparte etimología, ya no usaba cilindros de cera sino discos de pasta.
Luz Rodríguez, Juan Ramón, Hugo Martínez y Marielena Hoyo proporcionaron como respuesta la palabra “gramófono”.
La autora de “Animalidades” nos dice: “‘Gramófono’, aparato posterior al fonógrafo y que a diferencia, en lugar de por medio de cilindro, reproducía los sonidos impresos en discos de pasta o grafito. Fue patentado en 1888 por Emilio Berliner, ciudadano de origen alemán.”
Pensando en la forma en que algunos quisieran que se mantuvieran las lenguas, asunto por demás imposible y sin duda paralizante, El Arca de Arena pregunta por el vocablo que expresa la idea de limpieza, ausencia de manchas; es sinónimo del femenino que por antonomasia se da a la Virgen María. 

Publicado en La Crónica de hoy 
 
24 02 18  

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