lunes, 21 de mayo de 2018

¿A máquina?

Carlos Alberto Patiño





Un retrónimo que no pegó fue el de la máquina de escribir mecánica. Sí, por ahí se describía así al instrumento, pero en realidad, las que debieron adjetivarse fueron las posteriores como la eléctrica y la electrónica, hasta que los procesadores de palabras desplazaron a todas.
En casa tuvimos varias. Una de las primeras fue una vieja Olivetti Lexikon, de las que se empezaron a fabricar en los años cuarenta.
La usaba mi hermana para hacer las prácticas mecanográficas para su taller de la secundaria. Yo la ocupaba para hacer algún eventual trabajo escolar.
Mis tareas de primaria se hacían con pluma fuente (menos las de matemáticas que se elaboraban con lápiz, para facilitar las correcciones. La goma era fundamental).
Las de secundaria eran con pluma atómica (ahora conocida como bolígrafo). Sólo los trabajos especiales se entregaban “a máquina”.
La máquina era de un color pardo, entre gris y café. Aunque antigua, estaba en buenas condiciones.
Luego llegó otra Olivetti de la serie 82. Era pesada, azul verdosa, para escritorio y con un teclado muy duro.
Era divertido hacer correr el carro hasta que sonara la campanilla que marcaba el final del renglón. Entonces había que usar una palanca para mover el rodillo y regresar el carro al inicio del siguiente renglón.
La máquina de escribir es un invento del siglo XIX, pero hay antecedentes, por lo menos, desde el siglo XVIII.
Sus creadores oficiales fueron Christopher Sholes, Carlos Glidden y Samuel W. Soulé. Y la primera fabricante fue la Remington que producía armas y máquinas de coser, pues adquirió la patente.
Sobre el tema, les recomiendo el artículo que José Emilio Pacheco escribió para la revista Nexos en 1978. (Lo encuentran aquí.
Una tarde llegó a casa mi padre con una desvencijada Smith Corona (de la especial. No ése es el Smith & Wesson de Pedro Navaja). Venía en un estuche de madera y era toda de metal. El color era gris. Era un modelo ¡portátil!, pero el puro estuche ya pesaba lo suyo. Era un aparato de los años 40.
La metió en gasolina, la limpió, tensó resortes, ajustó algunas piezas y quedó lista. Con esa máquina escribí mis tareas universitarias y mis primeros trabajos periodísticos. También me sirvió para hacer cartas y pergeñar guiones radiofónicos.
Todavía la tengo, aunque ya no la uso. No he podido conseguir las cintas entintadas para escribir.
Con las máquinas venían los dispositivos para corregir. Primero las gomas. Recuerdo que había unas tarjetas con perforaciones de distintas longitudes. Las secretarias les decían )calaveras. Las ponían sobre la hoja y borraban una letra, una palabra, hasta una línea. Las desplazó el corrector líquido que pintaba de blanco las hojas con un pincel y se volvía a escribir encima.
Las buenas mecanógrafas preferían la goma a que se vieran los manchones blancos; pero, para las tareas, bastaba.
Luego vinieron unas hojitas que se ponían entre la cinta y la hoja de papel para tapar las letras erróneas y poner las correctas.
Dicen algunos conocedores de las artes mecanográficas que muchos errores se hubieran evitado si la disposición del teclado fuera otra.
Usamos el llamado teclado “QWERTY”, del que se dice que se distribuyó de tan particular manera para evitar que las varillas se entreveraran con el consecuente retraso en la escritura.
El sistema se basa en la frecuencia de uso de las letras en inglés. Hay teclados con el sistema “AZERTY”, que se usa en países francófonos, y está el francosuizo “QWERTZ”, utilizado para la escritura en francés y alemán.
En la lengua portuguesa, por órdenes del dictador corporativista Antonio Oliveira Salazar, se impuso el “HCESAR”.
Existe el llamado teclado ergonómico “Dvorak”, desarrollado por August Dvorak y William Deale para simplificar el trabajo mecanográfico y reducir la fatiga de los dactilógrafos. Las teclas se distribuyen de manera que se evite usar teclas alejadas o que obliguen a usar un solo dedo o que una sola mano trabaje más,  como sucede con el “QWERTY”.
Sin embargo, la fuerza de la costumbre ha mantenido a éste como el de mayor uso, pese a que las computadoras no tienen varilla alguna que se enrede al teclear.
La formación de los periodistas incluía la mecanografía. Me tocó presenciar y vivir el desplazamiento de esa asignatura por la modernísima computadora en la Escuela de Periodismo Carlos Septién García en los años 80. Me invitaron a dar las primeras clases de computación y uso del procesador de textos, primero en un pequeño salón con unas pocas computadoras, luego, en el espacio que ocupaba la sala de mecanografía, que ya no lo fue más.
Me tocó vivir la transición de la máquina de escribir a los procesadores de texto, pero vi a muchos rehusarse a dar el paso. Periodistas había que mantenían sus destartaladas máquinas cuando en las redacciones ya se habían instalado computadoras. Los había incluso que entregaban sus mecanoescritos a capturistas para que las transfirieran al ya necesario formato digital.
Como esos dinosaurios fue el escritor Günter Grass, quien en su libro De la finitud relata que cuando sus lectores se enteraron de que no conseguía cintas para su máquina de escribir, le hicieron llegar una dotación abundante.
Los reporteros que sí dieron el paso a la modernidad eran fácilmente identificables en las salas de redacción por la fuerza con la que percutían las teclas. A veces daba miedo de que fueran a despanzurrar los frágiles teclados.
Resistencia al cambio también hubo cuando entraron al mercado las primeras máquinas. Para los escritores de la época, el aparato era sólo de utilidad mercantil, no literaria. Mark Twain fue el primero que se aventuró a preparar sus originales con una máquina de escribir.
En la revista Diners de mayo de 2014, Daniel Samper Pizano cuenta “La historia de las máquinas de escribir de Gabo”. Están en el relato desde la primera máquina que tuvo Gabriel García Márquez hasta la Smith Corona eléctrica en la que terminó Cien Años de Soledad.
El lector interesado puede visitar esta dirección.
Y no puedo concluir sin hablar de  “La máquina de escribir”, concierto para máquina y orquesta compuesto por Leroy Anderson en 1950. Hay diversas representaciones en YouTube (Aquí hay una). Yo les recomiendo ver la ejecución mímica que hizo Jerry Lewis en la película Lío en los grandes almacenes.
 
Mención especial merece el grupo musical Les Luthier con su dactilófono o máquina de tocar. Oiganlo aquí.
PS. Ayer estuve en el Hospital General Regional No. 1 “Dr. Carlos MacGregor Sánchez”, del IMSS. En varios de los módulos de control tienen máquinas Olympia, marca alemana que en la posguerra lo fue de la parte oriental, la comunista, la del otro lado del muro.

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Buscaba El Arca de Arena el nombre de una marca corporal, la de la impronta de Selene en nuestros dedos. Anagrama del presente en tercera persona del plural del verbo que describe el sonido que produce el viento o que representa la voz del búho.
Ululan es el verbo. Con sus letras formamos la palabra “lúnula”. Llegó la respuesta de Francisco Báez, Mangel, Tarsicio Javier Gutiérrez, Miguel Ángel Castañeda y Gloria Dupre, a quien la marca hace feliz. Marielena Hoyo nos dice que es “la forma de media luna que está pegada a la raíz de la uña en los dedos humanos, y que generalmente es blanquecina”.
El Arca quiere averiguar cómo se le denomina a una huella digital impresa con fines de registro. Comparte raíz con el sinónimo de mecanógrafa.
  Publicado en La Crónica de hoy   
19 05 18    

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