miércoles, 26 de septiembre de 2018

La primera noticia: El espantable terremoto de 1541

Carlos Alberto Patiño
 
El primer hecho noticioso publicado en este continente lo fue por Juan Pablos, el impresor enviado por Juan Cromberger a la Nueva España para instalar la primera casa de imprenta en América.
Fue la Relación del espantable terremoto que agora ha acontecido nuevamente en la ciudad de Guatemala: es cosa de grande admiración y de grande ejemplo para que todos nos enmendemos de nuestros pecados y estemos apercibidos para cuando Dios fuere servido de nos llamar.
Es una hoja volante que inaugura la circulación de noticias de una manera incipiente, pero que dejará huella.
Fue el tercer impreso salido de las cajas y tipos de Juan Pablos, apenas dos años después del inicio de sus operaciones. Sorprende que no sea una publicación de tipo religioso, pero nos da idea de los intereses de los novohispanos.
Autores hay que le dan calidad de reportaje a este documento, pues brinda información de un hecho sobresaliente y con testimonios de primera mano. Yo disiento, lo veo más cercano a la crónica y no creo que se deba valorar una relación del siglo XVI con criterios contemporáneos.
Ni en técnica ni en intención.
El largo título incluye un exhorto moralizante, quizá para que no hubiera objeciones eclesiásticas a la publicación.
El desastre ocurrió el 10 de septiembre de 1541 en la ciudad de Santiago de los Caballeros, segunda capital de Guatemala. La primera tuvo que ser abandonada por una rebelión de indígenas, y ésta lo sería a causa del
terremoto.
El autor de la hoja es el escribano Juan Rodríguez, quien se esmeró en recabar testimonios de los sobrevivientes y de reseñar su experiencia y acontecimientos inmediatos.
La ciudad era gobernada por doña Beatriz de la Cueva, segunda esposa del conquistador Pedro de Alvarado, el mismísimo Tonatiuh, el ejecutor del mítico salto en la huida de los españoles de Tenochtitlán en la Noche Triste y responsable de la matanza en el Templo Mayor cuando Cortés lo dejó a cargo de la plaza.
Era gobernanta doña Beatriz, pues tras ser favorecido el Adelantado por el rey otorgándole el mando en la capitanía de Guatemala y autorizándole una expedición de conquista de las islas especieras, fue requerido por el virrey Antonio de Mendoza para sofocar un levantamiento en Jalisco y ahí murió, no por un combate, sino atropellado por un caballo.
Doña Beatriz heredó el cargo en Guatemala. Se hacía llamar “La Sin Ventura” a causa de su viudez, sin saber que lo sería más el día del terremoto y avalancha. Era de familia influyente en España y casó con Alvarado, pues éste enviudó de la hermana mayor de Beatriz, doña Francisca, a causa de unas fiebres que le pegaron en Veracruz. Y, claro, el caballero no quería perder la influyente relación familiar.
Por su cargo y por su exagerada reacción a la muerte de Alvarado, la gobernadora figura de manera importante en la hoja volante de 1541.
Así empieza el documento:
“Sábado, a diez de septiembre de mil y quinientos y cuarenta y un años a dos horas de la noche, habiendo llovido jueves, y viernes no mucho ni mucha agua, el dicho sábado se aseguró como dicho es, y dos horas de la noche hubo muy gran tormenta de agua de lo alto del volcán que está encima de Guatemala y fue tan súbita que no hubo lugar de remediar las muertes y daños que se recrecieron; fue tanta la tormenta de la tierra, que trajo por delante del agua y piedras y árboles, que los que lo vimos quedamos admirados, y entró por la casa del adelantado don Pedro de Alvarado, que haya gloria, y llevó todas las paredes y tejados como estaba más de un tiro de ballesta.”
La mujer, que acababa de retirarse a dormir, buscó refugio con doncellas y familiares en la capilla de la casa, pero la avalancha de piedra y lodo arrasó con todos y los mató.
Un testigo que fue a ofrecer socorro, Francisco Cava, dejó constancia de lo verdaderamente desventurado de la viuda: “con gran trabajo pasó hasta el aposento de doña Beatriz, y halló la cama caliente, en la que si estuviera ella y su gente se salvara, porque sólo aquello de toda la casa se salvó.” Recuerda el cronista que la mujer muchas veces decía “que ya Dios no la podía hacer más mal de lo que la había hecho”. Y llegaron el sismo y el alud.
Otro testimonio refiere un hecho casi milagroso: “Aquí acaeció un misterio grande, que un niño de seis semanas y otro de cinco años, a cada uno llevó el hilo del agua, que fueron los más chiquitos y no saben de qué manera fueron a parar gran trecho; y en la mañana los hallaron vivos, y el mayor de cinco años se halló en casa de Espinar en un corredor. Parece grande milagro haber por donde llegar; y estuvo hasta que amaneció; y acaso entró un español y lo halló, y con una cuerda lo subieron en casa de Juan de Chávez, y acabado de subir el niño cayó toda la casa donde estaba.”
Pero el personaje más llamativo es un negro que rescató al regidor Francisco López. Quedó atrapado López con su mujer por una viga que les impedía moverse cuando apareció el negro desconocido que consiguió una palanca y logró mover la viga para liberar al regidor, pero la viga cayó sobre la mujer y la mató. Luego, el funcionario vio al negro alejarse caminando como si nada, “lo cual es imposible, porque había por la calle más de dos estados en alto el cieno.”
Refiere el escribano que “La tempestad vino tan presto que no hubo lugar de socorrerse unos a otros.”
Y en otro momento resume la situación, después de hacer la lista de algunos de los fallecidos: “La ciudad quedó tan destruida y maltratada y gastada y tan atemorizada la gente, que todos querían dejarla y despoblarla, que se quedase todo perdido; y esto es lo que se platica ahora; dando infinitas gracias a Dios que nos dejó vivos. Creen que al primer temblor las casas que quedaron se hundirán, y por no esperar otra ira de mano de Dios lo quieren dejar todo; porque fue una cosa tan espantable, que nunca tal se ha visto ni se ha oído, porque traía tanta tierra y cieno por delante que corría con tanta fuerza la piedra y arena, como ríos caudales; y las piedras como diez bueyes las llevaba como corcho sobre el agua, y esto en tanta cantidad que la ciudad está llena de una balsa de una lanza en alto. Quedaron las calles que es imposible pasar por ellas, que el cieno llaga (sic) casi a las más altas ventanas. Fue la cosa tan temerosa y con tanta oscuridad y viento y aguas, que los unos no podían socorrer a los otros, y cada uno que escapaba pensaba que él sólo había escapado, y pensaron que era todo hundido hasta que vieron el día.”
Entre las primeras medidas que tomaron los españoles después de la catástrofe fue la de asegurarse que los indios de la zona no intentaran un levantamiento al verlos tan desvalidos. Eso también consta.
De la Relación del espantable terremoto se conserva un ejemplar en la Biblioteca Nacional de Guatemala y la UNAM tiene una copia.
Una segunda impresión de la hoja volante se hizo en España al poco tiempo de su publicación en México, con dos variantes en el título para indicar que los acontecimientos ocurrieron “en las Indias en una ciudad llamada Guatemala”.
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De El Arca de Arena: El medianil es el nombre de la zona donde se pliega el papel en una publicación de dos o más hojas. También se denomina así al espacio entre columnas (al que algunos llaman calle). El cordonel es la pleca que se imprime en ese espacio.
La respuesta vino de Francisco Báez, Marielena Hoyo, Luz Rodríguez y Luis Demetrio Flores.
Bien, el Adelantado Pedro de Alvarado despierta la curiosidad de El Arca y se pregunta, ¿cuántos conquistadores podrán nombrar de memoria sus asiduos seguidores? Es de memoria, sin guglear.
 

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22 09 18

martes, 18 de septiembre de 2018

Libros de vieja cuna


Carlos Alberto Patiño



En la cuna. De ahí viene la palabra “incunable”. Así conocemos a los libros de los primeros años de la imprenta. La invención de Johannes Gutenberg —que combinaba sus conocimientos de metalurgia y el ingenio para adaptar una prensa vinícola que tuviera la suficiente fuerza para dejar la impronta— data de 1453. Las obras impresas desde ese año al 1501 son los incunables. La gramática de Nebrija (1492) se cuenta entre los primeros libros en español.
América se descubrió por esa época. La imprenta tardó poco en llegar a nuestro continente. Fue en 1534, apenas 13 años después de la caída de Tenochtitlán, cuando se instaló la imprenta en el virreinato de la Nueva España.
Por esas cuestiones de las patentes y privilegios, el primer impresor fue un alemán avecindado en España que nunca pisó estas tierras. Se llamaba Juan Cromberger y tenía su taller tipográfico en Sevilla.
Obtuvo el permiso de la corona y envió sus bártulos al nuevo mundo. Con ellos venía quien sería el primer impresor de México, un italiano llamado Giovanni Paoli, convertido en Juan Pablos en estas tierras.
El contrato que suscribieron el tudesco y el italiano tenía una vigencia de 10 años y estipulaba que sólo una quinta parte de las ganancias sería para Pablos.
El taller se instaló en una casa proporcionada por el obispo Juan de Zumárraga, verdadero artífice del arranque del oficio editorial en el continente.
Con los tipos móviles y la prensa, el pionero Pablos traía tinta, papel  y toda la parafernalia necesaria para el ejercicio de las artes de la elaboración de libros. En los archivos históricos consta que todo este equipo representaba un valor de 100 mil maravedíes (Digresión: maravedises o maravedís, según la excepción en las formas del plural que en alguna época hacía la Academia para esta aguda terminada en vocal débil).
Juan Pablos también sembró la semilla de la continuidad. En sus talleres preparó en la profesión a su yerno Pedro Ocharte y a Antonio de Espinosa. Aprendieron también el oficio Melchor Ocharte y Pedro Balli.
A las obras producidas por Juan Pablos y sus  compañeros antes de 1601 se les conoce como incunables americanos, es decir, los de la cuna en América.
Hay que hacer una precisión. Debemos distinguir entre los mexicanos y los peruanos.
Al virreinato de Perú, la imprenta llegó en 1584 y fueron Antonio Ricardo y Francisco del Canto los impresores.
La fecha para considerar a los incunables americanos se amplía, con los de Lima, a 1619.
Hay otros, un poco posteriores, pero se incluyen, pues, aunque fueron  producidos en Manila, las Filipinas dependían de la Nueva España.
Según algunos autores, el primer libro salido de la casa de Cromberger (y a él es atribuida la edición, aunque sabemos que la talacha la hizo Juan Pablos) fue Doctrina breve muy provechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica y a nuestra cristiandad en estilo llano para común inteligencia, de 1543, obra de fray Juan de Zumárraga.
Los expertos ubican otro texto, la Escala espiritual de san Juan Clímaco, como el primer libro elaborado de este lado del mundo. No se han encontrado ejemplares, pero al parecer un precursor, Esteban  Martín, habría hecho uso de técnicas más limitadas y sin la patente real.
Zumárraga se empeñó en instaurar y fomentar el arte de la impresión por una razón muy práctica, la necesidad de evangelizar. Recordemos que el religioso también cumplía funciones de inquisidor.
De ahí que los primeros impresos fueran en su mayoría de corte doctrinal.
Coincidía el obispo con la percepción que tenía Antonio de Nebrija. Hemos visto que el gramático persuadió a Isabel la Católica de patrocinar su obra con el argumento de enseñar la lengua española a los pueblos conquistados (y recordemos que cuando Nebrija dio a la luz su Gramática, apenas estaba por descubrirse América.)
Sin caer en la tentación de hablar de imperialismo lingüístico, ideológico o religioso, observemos que el fraile buscaba producir libros para adoctrinar a los naturales, nuevos súbditos de España, ahora bajo Carlos I (o V), y además, los necesitaba también en las lenguas vernáculas.
Por eso entre nuestros incunables están obras como: Doctrina Christiana en lengua Huasteca, de 1548, escrito por Diego de Guevara; La Doctrina Christiana en lengua Mixteca, de 1550, con autoría de  Benito Fernández. En 1555 se puso en circulación Un vocabulario en la lengua Castellana y Mexicana, de Alonso de Molina.
En la rama doctrinal está el que fue el segundo libro publicado por Cromberger-Pablos. El llamado Manual de adultos apareció en 1540, pero de la obra sólo se conservan dos hojas. Fueron encontradas en un volumen de temas diversos en la Biblioteca Provincial de Toledo, y luego, por los vericuetos de la historia, reaparecieron en Londres, donde los adquirió un coleccionista.
La obra se atribuye al presbítero Pedro de Logroño. Está compuesta en tipo gótico, y parece ser que su tema es el sacramento del bautismo a partir de una bula de Paulo III.
El primer libro ya con el crédito a Juan Pablos como editor fue el Cancienore Spiritual, de 1546.
El primero de tema científico es un tratado de matemáticas. El Sumario compendioso de las quentas de plata y oro que en los reynos de Piru son necesarias a los mercaderes y todo genero de tratantes. Con algunas reglas tocantes de arithmetica, de Juan Díez Freile.
Este matemático español acompañó a Cortés y escribió el libro para facilitar el manejo práctico de cuentas en la colonia. Aborda temas importantes como los valores del oro y de la plata, el cambio de moneda y, algo fundamental, el cálculo del quinto real. Incluye teoría de los números y álgebra.
Titivillus, el demonio de copistas e impresores, dejó su huella en estos primeros años de la imprenta. Un estudioso de la vida de  Zumárraga y de la imprenta, Alberto María Carreño, en el prólogo de una edición facsimilar del Tripartito del Cristianíssimo y Consolatorio Doctor Juan Gerson de Doctrina Cristiana a cualquiera muy provechoso (1543-44), se ocupó de encontrar la mano del duende. Nos dice:
“Pero no hay uniformidad en las dichas letras [capitulares], que hoy se considerarían de diversas fuentes; unas más ornamentadas que las otras y de distintos tamaños; y acaso por carecer de la letra o por error, al principio del capítulo III, folio iiij, empleó una O en lugar de una D. En los encabezamientos de los capítulos (...) usó una B por D...”
“Por seguir al autor, o por error tipográfico, suele presentarse en un renglón  la misma palabra escrita de maner diversa: sancto y santo; peccador y pecador, y como era natural no escapó a sus propios errores: hcristiana por christiana; qualsequier por qualesquier; contre por contra…”
Juan Pablos imprimió 37 libros. El último, en 1560, fue Manuale Sacranentorum que consta de 354 páginas.
A nuestro impresor corresponde también el mérito de haber publicado el primer ejemplar de un impreso noticioso: La relación del espantable terremoto que agora nuevamente ha acontecido en las Indias en una ciudad llamada Guatemala, es cosa de grande admiración, y de grande ejemplo para que todos nos enmendemos de nuestros pecados, y estemos apercibidos para cuando Dios fuere servido de nos llamar.
Los títulos de entonces no se caracterizaban por su brevedad.
De esa hoja me ocuparé en la próxima entrega.
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La pieza que buscaba El Arca de Arena es el “escálamo” (escala+cálamo). Es el dispositivo en el que se apoyan los remos.
Respuesta hubo de Marielena Hoyo, Juan Ramón, Bertha Hernández, Miguel Ángel Castañeda, Luis Demetrio Flores y Tarsicio Javier Gutiérrez.
Este último se pregunta (y yo con él) si “los empleados que manipulan cotidianamente y los que dan mantenimiento a las lanchas del lago de Chapultepec (si es que todavía existen, porque lo desconozco) conocen y utilizan esta palabra en su jerga. Me sorprendería positivamente que así fuese.”
Como de impresiones se trató esta colaboración, El Arca pregunta por el nombre de la zona donde se pliega el papel en una publicación de dos o más hojas. La palabra también designa otra parte de una página impresa, la que contiene al cordonel.

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15 09 18

jueves, 13 de septiembre de 2018

El declamador sin maestro y otros encuentros con poemas

Carlos Alberto Patiño


 


El título de esta entrega corresponde al de un libro de amplia circulación durante décadas. Las primeras ediciones son de los años treinta y su autor firma como Homero de Portugal.
Yo conocí el libro en un camión de la ruta Colonia del Valle-Popo-Sur 73 que recorría lo que ahora es el Eje 8 Sur. Venía de su base, a un costado del Colegio de las Vizcaínas, pasaba por la colonia Juárez, tomaba Insurgentes y se adentraba en la colonia Del Valle, y por la avenida Popocatépetl y la Calzada Ermita-Iztapalapa, llegaba a la colonia Sinatel.
En una de las paradas subió un vendedor que nos recetó (recitó) “El brindis del bohemio”, de Guillermo Aguirre y Fierro: “En torno de una mesa de cantina…”. No pedía monedas por su interpretación (performance, le dirían ahora). Él ofrecía a la venta ejemplares de ese libro, definitivamente popular.
En otros ambientes, a “El brindis” siempre lo acompañaba “Mamá, soy Paquito/no haré travesuras”, de Salvador Díaz Mirón.
Hablo de los concursos de declamación que cada año se hacían en las primarias y secundarias. En la prepa, por lo menos en mi caso, a la declamación se sumaban las contiendas de oratoria.
Amado Nervo nunca faltaba en las eliminatorias: “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,/porque nunca me diste ni esperanza fallida/ni trabajos injustos ni pena inmerecida;/porque veo al final de mi rudo camino/que yo fui el arquitecto de mi propio destino (…) Amé, fui amado, el sol acarició mi faz. /¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”. Es “En paz”, de 1915.
La “Chacha Micaila”, de Antonio Guzmán Aguilera, con su dramática historia —“Mi cantón, magresita del alma,/ya pa’ que lo quero,/si se jué la paloma del nido,/si me falta el calor de su cuerpo (...) Si te cuadra,  quémalo/ si lo queres, véndelo (...)”— también figuraba, junto con otro melodrama “Porqué me quité del vicio”, de Carlos Rivas Larrauri: “No es por hacerles desaigre.../Es que ya no soy del vicio.../Astedes mi lo perdonen,/pero es qui hace más de cinco años que no bebo copas,/onqui ande con los amigos.../¿Que si no me cuadra?...¡Harto!/Pa’ que he di hacerme el santito:/he sido reteborracho;/¡como pocos lo haigan sido!”
Había una cierta preferencia por los modernistas, como el Duque Job, Manuel Gutiérrez Nájera, con su emblemático poema “La duquesa Job”: “Desde las puertas de la Sorpresa/hasta la esquina del Jockey Club,/no hay española, yanqui o francesa,/ni más bonita ni más traviesa/que la duquesa del duque Job.”
La extensa obra de Rubén Darío nunca faltaba. “Los motivos del Lobo” era visitante frecuente: “Y así, me apalearon y me echaron fuera. /Y su risa fue como un agua hirviente,/y entre mis entrañas revivió la fiera, /y me sentí lobo malo de repente;/mas siempre mejor que esa mala gente.”
Había algunos que hurgaban en el Siglo de Oro y nos ofrecían obras como el “Madrigal”, de Gutierre de Cetina: “Ojos claros, serenos,/si de un dulce mirar sois alabados,/¿por qué, si me miráis, miráis airados?/Si cuando más piadosos,/ más bellos parecéis a aquel que os mira./No me miréis con ira,/porque no parezcáis menos hermosos./¡Ay tormentos rabiosos!/Ojos claros, serenos,/ya que así me miráis, miradme al menos.”
Las “Redondillas” en defensa de la mujer tenían lugar garantizado, (aunque yo prefiero los sonetos de sor Juana): “Hombres necios que acusáis/a la mujer sin razón,/sin ver que sois la ocasión/de lo mismo que culpáis:/si con ansia sin igual/solicitáis su desdén,/¿por qué queréis que obren bien/si las incitáis al mal?”
El soneto que dice “No me mueve, mi Dios, para quererte/el cielo que me tienes prometido,/ni me mueve el infierno tan temido/para dejar por eso de ofenderte…”, entraba en la competencia. Algunos dicen que es anónimo y otros lo atribuyen o bien a Juan de Ávila o bien a Miguel de Guevara.
O las sátiras del conde de Villamediana: “¡Qué galán que entró Vergel/con cintillo de diamantes!,/diamantes que fueron antes de amantes de su mujer.”
Con esta veta humorística, un día, un compañero juguetón nos presentó los versos del borracho Antón, de la autoría del decimonónico Francisco Añón: “El sin par borracho Antón/cayendo de un tropezón gritó con todo su aliento/¿Quién se cayó?/y en el fondo de un convento el eco le contestó:/—Yoooo”.
A mí me deslumbró Federico García Lorca con los versos del “Prendimiento” y de la “Muerte de Antonio Torres Heredia”.
Del primero, estas estrofas: “Antonio Torres Heredia,/hijo y nieto de Camborios,/con una vara de mimbre/va a Sevilla a ver los toros./Moreno de verde luna/anda despacio y garboso. (...)/A la mitad del camino/cortó limones redondos,/y los fue tirando al agua/hasta que la puso de oro./Y a la mitad del camino,/bajo las ramas de un olmo,/guardia civil caminera/lo llevó codo con codo.
Del segundo va esta imagen: “Voces de muerte sonaron cerca del Guadalquivir./Voces antiguas que cercan/voz de clavel varonil./Les clavó sobre las botas/mordiscos de jabalí./En la lucha daba saltos/jabonados de delfín./Bañó con sangre enemiga su corbata carmesí,/pero eran cuatro puñales/y tuvo que sucumbir.”
Me resisto a dejar fuera el “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”: “Cuando el sudor de nieve fue llegando/a las cinco de la tarde,/cuando la plaza se cubrió de yodo/a las cinco de la tarde,/la muerte puso huevos en la herida/a las cinco de la tarde./A las cinco de la tarde./A las cinco en punto de la tarde.”
Y luego, en “La sangre derramada”: “¡Que no quiero verla!/Dile a la luna que venga,/que no quiero ver la sangre/de Ignacio sobre la arena.”
No faltaron nunca las oscuras golondrinas de Bécquer ni los diez cañones por banda de la “Canción del pirata”, de Espronceda, y con ellos, “El seminarista de los ojos negros” de Miguel Ramos Carrión..
Inevitable también era la “Suave Patria”, de Ramón López Velarde (“El Niño Dios te escrituró un establo/y los veneros del petróleo el diablo”).
Ya en la prepa, Joan Manuel Serrat nos mostró a Antonio Machado, con sus “Cantares” (“Caminante, no hay camino/se hace camino al andar”).
El “Poema 20”, de Pablo Neruda, (“Puedo escribir los versos más tristes esta noche”) llegó a participar.
No recuerdo que alguien haya presentado a Octavio Paz, a Salvador Novo, a Alí Chumacero o a Efraín Huerta. Ni a Jaime Sabines. En esa época yo los empezaba a leer, pero no eran parte del catálogo de los concursos.
* * *
A Gerardo Galarza le gustó la selección que hice de los retratos. Agradezco sus comentarios.
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El Arca de Arena encontró en “berbiquí” la respuesta a sus inquietudes. La herramienta de acción manual con la forma de un manubrio de doble codo que se acciona con una mano, mientras que la otra sostiene y ejerce presión para perforar, fue reconocida por Bertha Hernández, Marielena Hoyo, Hugo Carlos Martínez, Tarsicio Javier Gutiérrez, Luis Demetrio Flores y Miguel Ángel Castañeda.
Gatobeodo de la Albarrada también lo hizo y añadió un retrato, que era el tema de ese día: “Y uno que al referirse a una persona dice, ‘Pues sí, así era…’ Habría que usar un berbiquí, para horadar en algo más profundo. Miau y Salú.”
A El Arca de Arena le da curiosidad el nombre de la pieza en la que se apoyan los remos en una lancha. A veces es de hierro, a veces de bronce y hasta las hay de madera dura. Su forma es la de una horquilla o de una “y” griega o de un círculo. La palabra encierra dos, la que designa a la pluma de ave que bien cortada y afilada sirve para escribir y la que representa a la sucesión de las notas musicales.

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08 09 18

miércoles, 5 de septiembre de 2018

De cuerpos y almas: El retrato

Carlos Alberto Patiño




Un retrato es la imagen de una persona. Los hay físicos, como las pinturas y las fotografías, y los hay literarios o periodísticos. Es una técnica que puede parecer sencilla —sobre todo cuando los leemos de buenos autores—, pero en realidad requiere de sentido de la observación, una gran habilidad descriptiva y capacidad de síntesis.
Puede uno encontrar escritos monumentales, como si se tratara de obras de Velázquez, o trazos de simple apariencia, como de Picasso.
La teoría literaria incluye dos términos, de esos que espantan, para clasificar el retrato: La prosopografía y la etopeya.
Ya sé que estas palabras rimbombantes pueden alejar lectores, pero, aunque raros, los términos son de explicación simple. La prosopografía es la descripción física de la persona. La etopeya es la descripción moral o psicológica de un individuo.
Tan importante como la narración es el retrato, una de las formas de la descripción. Su buen manejo hace una buena obra literaria o enriquece una crónica, entrevista o reportaje.
Entre los retratos más conocidos está el de Alonso Quijano:
“...Un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor (...) frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.”
Todos podemos reconocer al personaje de Cervantes, don Quijote, también llamado el Caballero de la Triste Figura, enunciado que es, de suyo, un retrato.
Veamos otros ejemplos.
Éste me gusta en especial por su brevedad y precisión. Es de Miguel Ángel Asturias. El personaje es un sicario, Cara de Ángel, que aparece en El señor Presidente: “El favorito salió con media cara cubierta en la bufanda negra. (Era bello y malo como Satán)”.
La marquesa Calderón de la Barca nos dejó en La vida en México esta imagen de Antonio López de Santa Anna: “Muy Señor, de buen ver, vestido con sencillez, con una sombra de melancolía en el semblante, con una sola pierna, con algo peculiar del inválido, y, para nosotros, la persona más interesante de todo el grupo. De color cetrino, hermosos ojos negros de suave y penetrante mirada, e interesante la expresión de su rostro.”
Don Artemio de Valle Arizpe era muy buen retratista. De hecho, me costó trabajo seleccionar muestras de su obra, pues todas son notables.
Tomo dos de El Canillitas, la novela picaresca de Valle Arizpe: ,Era don Geripundio bárbaro y tenebroso como el África. Parecía olla usada, por lo prieto, chaparro, mantecoso, gordo y hocicón. No tenía pelo de barba ni de bigote por su limpia ascendencia indígena, indios sus padres e indios sus abuelos. A cambio de adornos capilares, poseía el regalo de un fruncido costurón que le iba zigzagueando de la barba a la oreja, rúbrica de un solo rasgo, que era tierno recuerdo de una cuchillada muy bien puesta de muchos puntos cirujanos (...) Tenía un ojo turbio, con una media nube que no dejaba de llover lágrimas en las mejillas, en las que había tantas arrugas como una nuez de Castilla, y el otro le faltaba junto con el párpado entero, y en el redondo y colorado hueco que le quedó vacante, se le metía el aire y zumbaba, buhú, buhú, tal y como cuando se sopla en la boca de un botellón vacío.”
El otro retrato es del personaje central, El Canillitas. Don Félix Vargas “Era alto, de flacura espectral, casi transparente; su inefable delgadez estaba en una vertiginosa eliminación de músculos. Un suspiro tenía más carne que el Canillitas, que ostentaba toda su estructura ósea por encima del pellejo. Era, lo que se dice, un espíritu en canuto. Por todos lados le colgaban pellejos jaspeados de pecas, que se movían, casi con cadencia, apenas iniciaba un paso, como hojas de plátano con aire. Era el Canillitas un prieto retinto y hocicón, con un jeme de jeta, labios de olla. Si iba a dar vuelta por una esquina, antes de que él la diese, su boca ya estaba en el otro lado. Se decía secretos él solo, pues les llegaban los labios de oreja a oreja”
Vicente Leñero —además de dramaturgo, guionista, escritor, editor, y un largo etcétera—, era cronista formidable y excelente retratista. Vean:
“El día menos pensado, la vida nocturna de la capital, tan esmirriadita la pobre, se botaneó su primer bloody-mary de la tarde con la increíble noticia de que Raquel Welch —nada más ni nada menos que Raquel: esa misma: la omnipotente diosa del sexo: la señora de las formas utópicas: escultural: pechugona: impresionante en los 70 milímetros y en el color de luxe de las pantallas: mujer de póster gigante en el techo de la recámara del hijo mayor: sueño imposible para el play boy latino en decadencia: tan hermosa y tan lejana como la justicia social o el planeta Júpiter: tan grandota, tan divina: ah caray, qué mujer: la mismita Raquel Welch, en una palabra— se nos descolgaba en la Ciudad de México para los últimos días de diciembre”.
Es de “La noche triste de Raquel Welch”, en Talacha periodística, donde el lector interesado encontrará muchos buenos ejemplos.
Éste es un autorretrato: “...…y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres —y más en tan florida juventud— es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal ­cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias...” Es de sor Juana Inés de la Cruz, en su Respuesta a Sor Filotea.
Gabriel García Márquez no puede quedar fuera. Aquí está Remedios, la bella: “Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de estar desnuda (...) La molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora su belleza increíble y más provocador su comportamiento con los hombres.”
Se queda tanto afuera... Recuerden cómo era Aura, la de Fuentes, y visualicen a Pedro Navaja, “con el tumbao’ que tienen los guapos al caminar” y “su sombrero de ala ancha de medio lao’. Y zapatillas por si hay problemas salir volao’”.
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Regaños. Me habían dicho que la editorial Larousse, la de los diccionarios, había lanzado una buena campaña en las ­calles con anuncios espectaculares que explican algunos mexicanismos. Me pareció interesante hasta que vi un ejemplo: “Chahuiztle”, que para esa casa editorial es una maldición. Y no, “ya nos cayó el chahuiztle”, no significa que somos víctimas de un conjuro o de la malquerencia de alguien. Quiere decir que las cosas se arruinaron, fracasaron, se echaron a perder, o llegó el aguafiestas. Es algo más próximo a la fatalidad. El Diccionario del español de México (Colmex) y el de Mexicanismos, de la Academia Mexicana de la Lengua, identifican a la palabra como una plaga, pues es, el chahuiztle, un hongo que ataca el maíz.
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Don Javier Perucho escribió para agradecer su presencia en este espacio. Yo agradezco las ideas que me sirvieron para el tratamiento de los aforismos y sus comentarios. También agradezco las palabras de Blanca García Monsiváis.
Gerardo Galarza me hizo una aclaración “Hoy sólo un precisión: No soy autor del aforismo que me atribuyes; sí soy un gran repetidor, a tal grado que se me atribuye. En realidad yo se lo oí al gran Vicente Leñero en la redacción de aquella revista Proceso.”
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A El Arca de Arena respondieron Francisco Báez, Luis Demetrio Flores, Bertha Hernández, Luz Rodríguez y Marielena Hoyo.
La palabra es adefesio, que proviene de la epístola de San Pablo a los efesios (ad Ephesos). Así habrán tratado al evangelista en Éfeso. Lo cierto es que esa carta es una apología de la sumisión de la mujer y que, además, justifica el despotismo.
Esta semana El Arca busca una herramienta de carpintería. Es de acción manual y todavía se usa, aunque los sucesores eléctricos pudieron desplazarla. La forma original es la de un manubrio de doble codo que se acciona con una mano, mientras que la otra sostiene y ejerce presión para perforar.

Publicado en La Crónica de hoy
01 09 18