miércoles, 5 de septiembre de 2018

De cuerpos y almas: El retrato

Carlos Alberto Patiño




Un retrato es la imagen de una persona. Los hay físicos, como las pinturas y las fotografías, y los hay literarios o periodísticos. Es una técnica que puede parecer sencilla —sobre todo cuando los leemos de buenos autores—, pero en realidad requiere de sentido de la observación, una gran habilidad descriptiva y capacidad de síntesis.
Puede uno encontrar escritos monumentales, como si se tratara de obras de Velázquez, o trazos de simple apariencia, como de Picasso.
La teoría literaria incluye dos términos, de esos que espantan, para clasificar el retrato: La prosopografía y la etopeya.
Ya sé que estas palabras rimbombantes pueden alejar lectores, pero, aunque raros, los términos son de explicación simple. La prosopografía es la descripción física de la persona. La etopeya es la descripción moral o psicológica de un individuo.
Tan importante como la narración es el retrato, una de las formas de la descripción. Su buen manejo hace una buena obra literaria o enriquece una crónica, entrevista o reportaje.
Entre los retratos más conocidos está el de Alonso Quijano:
“...Un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor (...) frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.”
Todos podemos reconocer al personaje de Cervantes, don Quijote, también llamado el Caballero de la Triste Figura, enunciado que es, de suyo, un retrato.
Veamos otros ejemplos.
Éste me gusta en especial por su brevedad y precisión. Es de Miguel Ángel Asturias. El personaje es un sicario, Cara de Ángel, que aparece en El señor Presidente: “El favorito salió con media cara cubierta en la bufanda negra. (Era bello y malo como Satán)”.
La marquesa Calderón de la Barca nos dejó en La vida en México esta imagen de Antonio López de Santa Anna: “Muy Señor, de buen ver, vestido con sencillez, con una sombra de melancolía en el semblante, con una sola pierna, con algo peculiar del inválido, y, para nosotros, la persona más interesante de todo el grupo. De color cetrino, hermosos ojos negros de suave y penetrante mirada, e interesante la expresión de su rostro.”
Don Artemio de Valle Arizpe era muy buen retratista. De hecho, me costó trabajo seleccionar muestras de su obra, pues todas son notables.
Tomo dos de El Canillitas, la novela picaresca de Valle Arizpe: ,Era don Geripundio bárbaro y tenebroso como el África. Parecía olla usada, por lo prieto, chaparro, mantecoso, gordo y hocicón. No tenía pelo de barba ni de bigote por su limpia ascendencia indígena, indios sus padres e indios sus abuelos. A cambio de adornos capilares, poseía el regalo de un fruncido costurón que le iba zigzagueando de la barba a la oreja, rúbrica de un solo rasgo, que era tierno recuerdo de una cuchillada muy bien puesta de muchos puntos cirujanos (...) Tenía un ojo turbio, con una media nube que no dejaba de llover lágrimas en las mejillas, en las que había tantas arrugas como una nuez de Castilla, y el otro le faltaba junto con el párpado entero, y en el redondo y colorado hueco que le quedó vacante, se le metía el aire y zumbaba, buhú, buhú, tal y como cuando se sopla en la boca de un botellón vacío.”
El otro retrato es del personaje central, El Canillitas. Don Félix Vargas “Era alto, de flacura espectral, casi transparente; su inefable delgadez estaba en una vertiginosa eliminación de músculos. Un suspiro tenía más carne que el Canillitas, que ostentaba toda su estructura ósea por encima del pellejo. Era, lo que se dice, un espíritu en canuto. Por todos lados le colgaban pellejos jaspeados de pecas, que se movían, casi con cadencia, apenas iniciaba un paso, como hojas de plátano con aire. Era el Canillitas un prieto retinto y hocicón, con un jeme de jeta, labios de olla. Si iba a dar vuelta por una esquina, antes de que él la diese, su boca ya estaba en el otro lado. Se decía secretos él solo, pues les llegaban los labios de oreja a oreja”
Vicente Leñero —además de dramaturgo, guionista, escritor, editor, y un largo etcétera—, era cronista formidable y excelente retratista. Vean:
“El día menos pensado, la vida nocturna de la capital, tan esmirriadita la pobre, se botaneó su primer bloody-mary de la tarde con la increíble noticia de que Raquel Welch —nada más ni nada menos que Raquel: esa misma: la omnipotente diosa del sexo: la señora de las formas utópicas: escultural: pechugona: impresionante en los 70 milímetros y en el color de luxe de las pantallas: mujer de póster gigante en el techo de la recámara del hijo mayor: sueño imposible para el play boy latino en decadencia: tan hermosa y tan lejana como la justicia social o el planeta Júpiter: tan grandota, tan divina: ah caray, qué mujer: la mismita Raquel Welch, en una palabra— se nos descolgaba en la Ciudad de México para los últimos días de diciembre”.
Es de “La noche triste de Raquel Welch”, en Talacha periodística, donde el lector interesado encontrará muchos buenos ejemplos.
Éste es un autorretrato: “...…y era tan intenso mi cuidado, que siendo así que en las mujeres —y más en tan florida juventud— es tan apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal ­cosa que me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de noticias...” Es de sor Juana Inés de la Cruz, en su Respuesta a Sor Filotea.
Gabriel García Márquez no puede quedar fuera. Aquí está Remedios, la bella: “Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin quitarle la impresión de estar desnuda (...) La molestaron tanto para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad, más perturbadora su belleza increíble y más provocador su comportamiento con los hombres.”
Se queda tanto afuera... Recuerden cómo era Aura, la de Fuentes, y visualicen a Pedro Navaja, “con el tumbao’ que tienen los guapos al caminar” y “su sombrero de ala ancha de medio lao’. Y zapatillas por si hay problemas salir volao’”.
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Regaños. Me habían dicho que la editorial Larousse, la de los diccionarios, había lanzado una buena campaña en las ­calles con anuncios espectaculares que explican algunos mexicanismos. Me pareció interesante hasta que vi un ejemplo: “Chahuiztle”, que para esa casa editorial es una maldición. Y no, “ya nos cayó el chahuiztle”, no significa que somos víctimas de un conjuro o de la malquerencia de alguien. Quiere decir que las cosas se arruinaron, fracasaron, se echaron a perder, o llegó el aguafiestas. Es algo más próximo a la fatalidad. El Diccionario del español de México (Colmex) y el de Mexicanismos, de la Academia Mexicana de la Lengua, identifican a la palabra como una plaga, pues es, el chahuiztle, un hongo que ataca el maíz.
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Don Javier Perucho escribió para agradecer su presencia en este espacio. Yo agradezco las ideas que me sirvieron para el tratamiento de los aforismos y sus comentarios. También agradezco las palabras de Blanca García Monsiváis.
Gerardo Galarza me hizo una aclaración “Hoy sólo un precisión: No soy autor del aforismo que me atribuyes; sí soy un gran repetidor, a tal grado que se me atribuye. En realidad yo se lo oí al gran Vicente Leñero en la redacción de aquella revista Proceso.”
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A El Arca de Arena respondieron Francisco Báez, Luis Demetrio Flores, Bertha Hernández, Luz Rodríguez y Marielena Hoyo.
La palabra es adefesio, que proviene de la epístola de San Pablo a los efesios (ad Ephesos). Así habrán tratado al evangelista en Éfeso. Lo cierto es que esa carta es una apología de la sumisión de la mujer y que, además, justifica el despotismo.
Esta semana El Arca busca una herramienta de carpintería. Es de acción manual y todavía se usa, aunque los sucesores eléctricos pudieron desplazarla. La forma original es la de un manubrio de doble codo que se acciona con una mano, mientras que la otra sostiene y ejerce presión para perforar.

Publicado en La Crónica de hoy
01 09 18
 

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