Carlos Alberto Patiño
Un retrato es la imagen de una persona. Los hay físicos, como las
pinturas y las fotografías, y los hay literarios o periodísticos. Es una
técnica que puede parecer sencilla —sobre todo cuando los leemos de
buenos autores—, pero en realidad requiere de sentido de la observación,
una gran habilidad descriptiva y capacidad de síntesis.
Puede uno encontrar escritos monumentales, como si se tratara de
obras de Velázquez, o trazos de simple apariencia, como de Picasso.
La teoría literaria incluye dos términos, de esos que espantan, para clasificar el retrato: La prosopografía y la etopeya.
Ya sé que estas palabras rimbombantes pueden alejar lectores, pero,
aunque raros, los términos son de explicación simple. La prosopografía
es la descripción física de la persona. La etopeya es la descripción
moral o psicológica de un individuo.
Tan importante como la narración es el retrato, una de las formas de
la descripción. Su buen manejo hace una buena obra literaria o enriquece
una crónica, entrevista o reportaje.
Entre los retratos más conocidos está el de Alonso Quijano:
“...Un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín
flaco y galgo corredor (...) frisaba la edad de nuestro hidalgo con los
cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de
rostro, gran madrugador y amigo de la caza.”
Todos podemos reconocer al personaje de Cervantes, don Quijote, también llamado el Caballero de la Triste Figura, enunciado que es, de suyo, un retrato.
Veamos otros ejemplos.
Éste me gusta en especial por su brevedad y precisión. Es de Miguel
Ángel Asturias. El personaje es un sicario, Cara de Ángel, que aparece
en El señor Presidente: “El favorito salió con media cara cubierta en la bufanda negra. (Era bello y malo como Satán)”.
La marquesa Calderón de la Barca nos dejó en La vida en México
esta imagen de Antonio López de Santa Anna: “Muy Señor, de buen ver,
vestido con sencillez, con una sombra de melancolía en el semblante, con
una sola pierna, con algo peculiar del inválido, y, para nosotros, la
persona más interesante de todo el grupo. De color cetrino, hermosos
ojos negros de suave y penetrante mirada, e interesante la expresión de
su rostro.”
Don Artemio de Valle Arizpe era muy buen retratista. De hecho, me
costó trabajo seleccionar muestras de su obra, pues todas son notables.
Tomo dos de El Canillitas, la novela picaresca de Valle
Arizpe: ,Era don Geripundio bárbaro y tenebroso como el África. Parecía
olla usada, por lo prieto, chaparro, mantecoso, gordo y hocicón. No
tenía pelo de barba ni de bigote por su limpia ascendencia indígena,
indios sus padres e indios sus abuelos. A cambio de adornos capilares,
poseía el regalo de un fruncido costurón que le iba zigzagueando de la
barba a la oreja, rúbrica de un solo rasgo, que era tierno recuerdo de
una cuchillada muy bien puesta de muchos puntos cirujanos (...) Tenía un
ojo turbio, con una media nube que no dejaba de llover lágrimas en las
mejillas, en las que había tantas arrugas como una nuez de Castilla, y
el otro le faltaba junto con el párpado entero, y en el redondo y
colorado hueco que le quedó vacante, se le metía el aire y zumbaba,
buhú, buhú, tal y como cuando se sopla en la boca de un botellón vacío.”
El otro retrato es del personaje central, El Canillitas. Don
Félix Vargas “Era alto, de flacura espectral, casi transparente; su
inefable delgadez estaba en una vertiginosa eliminación de músculos. Un
suspiro tenía más carne que el Canillitas, que ostentaba toda su
estructura ósea por encima del pellejo. Era, lo que se dice, un espíritu
en canuto. Por todos lados le colgaban pellejos jaspeados de pecas, que
se movían, casi con cadencia, apenas iniciaba un paso, como hojas de
plátano con aire. Era el Canillitas un prieto retinto y hocicón, con un
jeme de jeta, labios de olla. Si iba a dar vuelta por una esquina, antes
de que él la diese, su boca ya estaba en el otro lado. Se decía
secretos él solo, pues les llegaban los labios de oreja a oreja”
Vicente Leñero —además de dramaturgo, guionista, escritor, editor, y
un largo etcétera—, era cronista formidable y excelente retratista.
Vean:
“El día menos pensado, la vida nocturna de la capital, tan esmirriadita la pobre, se botaneó su primer bloody-mary
de la tarde con la increíble noticia de que Raquel Welch —nada más ni
nada menos que Raquel: esa misma: la omnipotente diosa del sexo: la
señora de las formas utópicas: escultural: pechugona: impresionante en
los 70 milímetros y en el color de luxe de las pantallas: mujer de
póster gigante en el techo de la recámara del hijo mayor: sueño
imposible para el play boy latino en decadencia: tan hermosa y
tan lejana como la justicia social o el planeta Júpiter: tan grandota,
tan divina: ah caray, qué mujer: la mismita Raquel Welch, en una
palabra— se nos descolgaba en la Ciudad de México para los últimos días
de diciembre”.
Es de “La noche triste de Raquel Welch”, en Talacha periodística, donde el lector interesado encontrará muchos buenos ejemplos.
Éste es un autorretrato: “...…y era tan intenso mi cuidado, que
siendo así que en las mujeres —y más en tan florida juventud— es tan
apreciable el adorno natural del cabello, yo me cortaba de él cuatro o
seis dedos, midiendo hasta dónde llegaba antes, e imponiéndome ley de
que si cuando volviese a crecer hasta allí no sabía tal o tal cosa que
me había propuesto deprender en tanto que crecía, me lo había de volver a
cortar en pena de la rudeza. Sucedía así que él crecía y yo no sabía lo
propuesto, porque el pelo crecía aprisa y yo aprendía despacio, y con
efecto le cortaba en pena de la rudeza: que no me parecía razón que
estuviese vestida de cabellos cabeza que estaba tan desnuda de
noticias...” Es de sor Juana Inés de la Cruz, en su Respuesta a Sor Filotea.
Gabriel García Márquez no puede quedar fuera. Aquí está Remedios, la
bella: “Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más
impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la
suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía
por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de
modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía
por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin
quitarle la impresión de estar desnuda (...) La molestaron tanto para
que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las pantorrillas, y
para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con lazos colorados,
que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a los santos. Lo
asombroso de su instinto simplificador era que mientras más se
desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más pasaba
por encima de los convencionalismos en obediencia a la espontaneidad,
más perturbadora su belleza increíble y más provocador su comportamiento
con los hombres.”
Se queda tanto afuera... Recuerden cómo era Aura, la de Fuentes, y visualicen a Pedro Navaja, “con el tumbao’ que tienen los guapos al caminar” y “su sombrero de ala ancha de medio lao’. Y zapatillas por si hay problemas salir volao’”.
.-.-.-.-
Regaños. Me habían dicho que la editorial Larousse,
la de los diccionarios, había lanzado una buena campaña en las calles
con anuncios espectaculares que explican algunos mexicanismos. Me
pareció interesante hasta que vi un ejemplo: “Chahuiztle”, que para esa
casa editorial es una maldición. Y no, “ya nos cayó el chahuiztle”, no
significa que somos víctimas de un conjuro o de la malquerencia de
alguien. Quiere decir que las cosas se arruinaron, fracasaron, se
echaron a perder, o llegó el aguafiestas. Es algo más próximo a la
fatalidad. El Diccionario del español de México (Colmex) y el de Mexicanismos,
de la Academia Mexicana de la Lengua, identifican a la palabra como una
plaga, pues es, el chahuiztle, un hongo que ataca el maíz.
.-.-.-.-.
Don Javier Perucho escribió para agradecer su presencia en este
espacio. Yo agradezco las ideas que me sirvieron para el tratamiento de
los aforismos y sus comentarios. También agradezco las palabras de
Blanca García Monsiváis.
Gerardo Galarza me hizo una aclaración “Hoy sólo un precisión: No soy
autor del aforismo que me atribuyes; sí soy un gran repetidor, a tal
grado que se me atribuye. En realidad yo se lo oí al gran Vicente Leñero
en la redacción de aquella revista Proceso.”
.-.-.-
A El Arca de Arena respondieron Francisco Báez, Luis Demetrio Flores, Bertha Hernández, Luz Rodríguez y Marielena Hoyo.
La palabra es adefesio, que proviene de la epístola de San Pablo a los efesios (ad Ephesos).
Así habrán tratado al evangelista en Éfeso. Lo cierto es que esa carta
es una apología de la sumisión de la mujer y que, además, justifica el
despotismo.
Esta semana El Arca busca una herramienta de
carpintería. Es de acción manual y todavía se usa, aunque los sucesores
eléctricos pudieron desplazarla. La forma original es la de un manubrio
de doble codo que se acciona con una mano, mientras que la otra sostiene
y ejerce presión para perforar.
Publicado en La Crónica de hoy
01 09 18
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